domingo, 28 de octubre de 2007

* 16.- LA ILUSIÓN DE WILSON

Esta Vez la entrada no lleva cuento asociado.

La entrada es cuento.

El cuento es entrada

Comenzamos:

Wilson desde pequeño tenía la ilusión de escribir cuentos. Siempre que podía se ponía a ello.

Imaginaba lugares remotos, sueños extraordinarios, tiempos pasados, seres especiales. Reunía todos los ingredientes necesarios para elaborar un cuento al mejor estilo clásico, en el que hubiese un principio y un final feliz en el que se comieran perdices.

Pero irremediablemente, cada vez que cogía un lápiz o un bolígrafo para escribir el deseado cuento, todo desaparecía de su mente, la imaginación se evaporaba, abandonándolo por completo.

Todo esto le sucedía a Wilson porque tenía unas ganas enormes de escribir un cuento que reuniese las mejores cualidades que un cuento pudiese poseer: que fuera ameno, que llegara a sus lectores y que les aportase algo a sus vidas.

Una vez tras otra Wilson arrugaba el papel que había comenzado a escribir y lo lanzaba a la papelera sin ni siquiera acabar una modesta hoja.

Con el paso del tiempo Wilson había asumido ya que nunca escribiría ni uno solo de los cuentos imaginados. Se había casado, había tenido hijos, incluso había plantado un árbol, pero nunca lograría escribir no ya un libro, sino un simple cuento con los que soñaba en su infancia y juventud.

Entonces Wilson se limitaba a leerles los cuentos escritos por otros a sus hijos por las noches antes de acostarse.

De pronto, sucedió en la vida de Wilson una de las mayores desgracias que puede suceder en la vida de un padre. Su hijo pequeño había tenido un grave accidente y había perdido la conciencia entrando en un profundo coma que se prolongó durante un largo tiempo.

Los médicos dudaban ya de su recuperación, pero Wilson no dejaba de visitar ni un solo día a su hijo. Cada vez que lo hacía, llevaba uno de los cuentos que noche tras noche le había contado para que éste se durmiese tranquilo, quizás con la esperanza de que en su estado pudiese escucharlos y despertar con ellos.

Wilson pensaba en esa ironía, siempre le había contado los cuentos a su hijo para que se durmiese tranquilo y relajado, y ahora pretendía que se despertara con uno de ellos.
Lo cierto es que los días pasaban y los cuentos se iban acabando sin que en su hijo se apreciase ninguna reacción.

Y llegó el temido día en el que terminó la última página del último libro de cuentos.

Al cerrar las tapas del libro, Wilson rompió a llorar y permaneció así, recostado sobre la cama de su hijo durante largo rato, hasta que habiendo soltado hasta la última lágrima que poseía, comenzó a hablarle a su hijo.

Ya no le contaba cuento alguno, le hablaba de lo que lo quería y de lo que lo necesitaba, de lo que soñaba que algún día harían juntos y de las esperanzas que tenía puestas en él, de sus ilusiones como padre y como persona.

Entonces comenzó a contarle su sueño de escribir cuentos y de cómo lo había abandonado creyéndose incapaz de ello.

En ese instante, de la mano de su hijo que se encontraba agarrada por la de su padre desde el primer día, se movió ligera e inapreciablemente un dedo.

Inapreciable para cualquier persona, salvo para un padre deseoso de recuperar a un hijo.

Wilson alzó la vista y vio como a ese dedo seguía otro y otro hasta llegar a sus párpados que los acompañaban en sus movimientos al hacer coincidir sus ojos con los de su padre.

Colacho, que así se llamaba su hijo, confesó a su padre que había escuchado todos y cada uno de los cuentos que su padre le había leído y le habían gustado y le habían hecho recordar todos los momentos que su padre había pasado contándoselos a la hora de irse a dormir.

Pero que en realidad, lo que lo tiró de él cuando dormía, fue el cuento que de su vida le había contado desde el alma su padre. Cuantas veces deseó Colacho que su padre no acabase los cuentos con prisa, como cumpliendo una obligación, y se fuese corriendo a continuar su vida y cuento nunca plasmado, y le dedicase un rato a hablar con él sobre sus cosas y las de su padre.

Wilson, sin saberlo, no sólo había escrito por fin un cuento, sino que había escrito el mejor cuento con el que un padre jamás podía haber soñado.



Nota: no pensba colgarlo porque no estaba muy satisfecho, pero lo hago por una amiga. Para que les ayude a entenderlo, estaba influenciado por la desgracia que esta semana le pasó a un amigo. Trato de reflejar entre otras cosas, que a veces nos perdemos la verdadera felicidad por estar esperando una gran felicidad, y que ésta se logra como los caminos, paso a paso, con pequeñas gotas. Y además, que la felicidad no puede ser vista como un estado iluso producto un falso positivismo, sino que tiene que partir de una realidad que no siempre nos gusta o agrada.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Me alegro que lo hayas publicado!
Tu amigo blogero...

Anónimo dijo...

Sólo me resta decirte que ánimo!!!. Sigue escribiendo que seguro que todo aquello que hagas va a hacerte sentir que te superas y cada día estar mas satisfecho de los resultados. amlp

Anónimo dijo...

Sólo quería darte las gracias por permitirnos hacernos sentir partícipes de la vida y de las enseñanzas que viertes en tus palabras cargadas de luz... Y gracias por el calificativo de "amiga".
McDonald

Jesús Hernández dijo...

Gracias amigo blogero, amlp y McDonald por sus constantes palabras de ánimo. Sin ustedes este blog no sería nada, no sería un blog. Hoy vi al amigo del que hablaba en esta entrada y me alegró comprobar que estaba comenzando a levantar.Mirar hacia atrás y unir los puntos que hemos ido trazando, y al momento proyectar un punto en el futuro para con otros nuevos, irlos enlazando a pesar de que demos algunas vueltas. Entonces comencemos por el punto que nos toca ahora mismo.
Gracias a los tres