viernes, 25 de julio de 2008

* 31.- LO QUE HE APRENDIDO

He aprendido que la arruga es bella.

Es curioso como muchas veces tenemos las cosas cercanas y no nos damos cuenta o preferimos ignorarlas.

Tuve la suerte de tener 5 abuelos (un tío abuelo muy cercano) y haberlos conocido a todos. Lamento no haberlos conocido algo más, pero sobretodo no haberles dado más cariño, aunque, sin saberlo, creo que con el resto de nietos fuimos motivo de su alegría.

De mi abuelo materno, recuerdo el miedo que nos causaba de pequeños, pues, desconozco la razón, pero lo llamábamos "abuelo coco", y eso por aquel entonces, me daba bastante miedo, lo que unido a su casa siempre me producía pánico. Hasta que un día, supongo que cansado de que huyera de él, me retuvo para quitarme ese miedo y me llevó a comer a su casa. Recuerdo que comimos arroz a la cubana. Ignoro si tuvo algo que ver, pero era mi comida favorita de pequeño. Recuerdo también una escena en nuestra casa, creo que en navidades, en la que mi hermano pequeño y yo (buenas dos piezas cuando nos juntábamos) llamamos a mi abuelo protestante y lanzamos vivas a Franco. Su cabreo fue monumental, pero no sólo porque era católico y no protestante, término que en nuestra ignorancia de aquél entonces era equivalente a republicano, sino porque debido precisamente al régimen establecido en esos momentos, tuvo que vivir durante muchos años en Francia, alejado de su mujer y sus ocho hijos. Se podrán imaginar fácilmente a que se debió su cabreo, unido a su avanzada edad.

De mi abuela paterna me aparece la imagen de un gran cariño al pensar en ella. Siempre nos recibía con alegría y cariño a la hora de merendar, a pesar de que por las tardes nos reuníamos 10 nietos a merendar en su casa y de que no éramos santos precisamente.

De mi abuela materna, recuerdo años de convivencia cuando murió mi abuelo y pasó a vivir en mi casa. La recuerdo silenciosa, poco habladora, sin molestar y cariñosa. Recuerdo su enfermedad y hacerle algo de compañía. En estos instantes pienso lo débil que es la memoria.

De mi abuelo paterno recuerdo acompañarlo a la plaza de Llano porque él me lo pedía, las visitas de los domingos después de ir al cine, su paciencia en su pequeño taller de carpintería que le servía para hacer los arreglos de su casa y pasar el rato con sus nietos, y su largo y progresivo deterioro, que comenzó con unas piernas castigadas que lo acabaron llevando a una silla de ruedas, su progresiva falta de vista que le hacía leer el periódico valiéndose de una gran lupa, hasta que ya no podía hacerlo y nos pedía que le leyésemos los titulares, y su sordera que también fue en aumento hasta que teníamos que chillarle en la oreja. Recuerdo felicitarlo de esa manera en su cumpleaños número 96 y como el me respondió que para que cumplía él más años.

De mi tío abuelo paterno recuerdo sobre todo el cariño que nos tenía, su fortaleza que le permitió dar misas hasta prácticamente los 90 años e ir caminando por las empinadas calles de La Orotava, con motivo de una de las primeras huelgas de la recién llegada democracia. Igualmente mantengo en mi memoria como llamaba la atención de muchos turistas por su aspecto de cura del siglo XIX, que pretendían fotografiarse con él, lo cual le cabreaba mucho y no permitía. Me veo conversando con él en multitud de ocasiones.

De los cinco recuerdo sus enfermedades y como fueron atendidos por mi madre y mi padre. Con este ejemplo tengo clarísimo que no puedo desatenderlos cuando ellos me necesiten más. Pero imponderables de la vida, que se nos presentan de improviso y sin avisar, hacen que ahora que yo comenzaba a devolverles algo de lo que ellos tan ejemplar y cariñosamente nos habían dado, no sólo no pueda seguir haciéndolo, al menos al mismo nivel, sino que además, mi padre sigue ejerciendo de padre que no te abandona y que te auxilia en los momentos difíciles, aportándote una incalculable e inestimable ayuda, y mi madre, más limitada me aporta el amor de madre que nunca escatimó.

He aprendido a ver la enfermedad como parte de la vida, desdramatizándola en la medida de lo posible, a dar el apoyo necesario, a no fallar, a estar ahí, a saber como hacerlo, a no derrumbarme, a levantarme si caigo momentáneamente, a aceptar la crítica a veces injusta como expresión de dolor e impotencia, a dar el amor y el cariño necesario y más si puedo.

He aprendido a valorar a quienes nos prestan apoyo de muchas maneras, a quienes están aquí, y a quienes sin estar presentes, percibimos su apoyo. A los que por miedo o por no saber que hacer o que decir están ausentes. Y los entiendo y valoro, porque sé que su aparente ausencia no es tal, porque yo mismo antes de haber aprendido estas cosas, me mostraba distante ante las enfermedades por miedo y por no saber que hacer y que decir.

Y he aprendido que lo importante no es lo que se haga o se diga, sino el transmitir calor humano, comprensión, naturalidad, cercanía, normalidad, cariño.

Recuerdo cuando en un primer momento en la lejanía, recibíamos unas llamadas, unas llamadas cargadas de esperanza y que nos hacían retornar a la vida y a la alegría, hasta tal punto que probablemente sus autores nunca alcanzarán a saber.

Recuerdo unas llamadas que no se realizaron físicamente, pero no lo hago ni mucho menos con reproche, sino más bien todo lo contrario, puesto que soy absolutamente consciente de que se hacían, podríamos decir, telepáticamente, pues sólo el miedo paralizador que yo conozco bien, evitaba su plasmación.

Curiosamente, con el paso del tiempo, con el aprendizaje, con el cariño de ida y vuelta y con las ganas de vivir y alegría contagiada, algunas de esas telepáticas llamadas, se han hecho presencia y apoyo fundamental.

Curiosamente, algunas de aquellas llamadas milagrosa se han vuelto telepáticas, pues el miedo y el dolor son libres, y no las veo con reproche, sino más bien todo lo contrario. porque soy consciente de lo que no es haberlo aprendido, y porque sé que están ahí, y que si actúan así no es por distanciamiento, sino más bien por el dolor que les causa, dolor, por otra parte, que sin aprecio no existiría.

He aprendido a convivir con la enfermedad , con la vejez, con la juventud interrumpida, con los discapacitados físicos, mentales y sociales, con algunos casos de marginación, con los altos/as, bajos/as, flacos/as y gordos/as, guapos/as y feos/as, más comunicativos/as y menos, más extrovertidos/as y más introvertidos/as, más jóvenes y más mayores, ..., y a hacerlo con menos prejuicios, con más naturalidad, con más apoyo real, con mayor sustancia, dando un empujoncito al que lo necesita y se lo puedo dar, en definitiva, a ver a los que las viven como personas idénticas a las demás, con las mismas necesidades además de otras y, en todo caso, no menos, a ver las cosas un poco más como son, como parte normal de la vida, con el dolor necesario, pero no quedándome en él, pues he comprendido, que al margen de ser parte de la propia existencia, no es lo que se necesita.

Y lo que me queda por aprender, que no es poco precisamente.

Cuento asociado: El plato de madera

1 comentario:

Aliacos dijo...

¡Curioso! iba leyendo y sobre la marcha acudían a mi mente recuerdos de mi abuelo, el único que conocí y... también sobre la marcha pensé, tal y como tú comentas, ¿por qué no pasaría más tiempo con él? ¿por qué no me interesé más por su vida?.... la historia de mi abuelo era también singular: estuvo dos veces en Cuba, huyendo de la guerra y... siempre siempre lo recuerdo con buena cara... sobre todo, según me dicen sus hijas, era un hombre muy bueno... y sobre la marcha vuelvo a pensar ¿por qué no pasé más tiempo con él?...
gracias por compartir tus recuerdos y tus sentimientos, como siempre: GRACIAS por darnos lecciones de vida.
Otro abrazo más, desde la isla vecina